Por Daniel Sánchez
Cuando llega un cachorro a casa, el entusiasmo es inmediato: los juegos constantes, las caricias, la atención dedicada a cada gesto y cada necesidad. La relación con el cachorro está llena de amor y paciencia, con promesas de cuidado y compañía para toda la vida. Algo similar ocurre con los hijos en la infancia: los padres están atentos, brindando tiempo y energía a cada palabra, a cada paso. Pero en muchos casos, al igual que aquellos perros que, con el tiempo, terminan relegados en la azotea, muchos adolescentes son emocionalmente confinados al aislamiento cuando más necesitan cercanía y comprensión.
Es fácil querer al niño que corre hacia uno en busca de cariño, que pide ayuda y se aferra. Sin embargo, cuando ese niño crece y se convierte en un adolescente con una identidad en formación, con preguntas complejas y un mundo emocional propio, muchos padres retroceden. La convivencia se vuelve esporádica; los encuentros, breves y casi administrativos: “¿cómo te fue?”; “¿ya comiste?”; “¿Cómo van tus tareas?”. Así, sin advertirlo, se va estableciendo una distancia que transforma a los hijos en “perros de azotea”, emocionalmente relegados, a quienes se les deja apenas algo de atención, a modo de “agua” que se proporciona por obligación, sin la conexión. y el cuidado profundo que aún necesitan.
La adolescencia es una etapa de cuestionamientos, cambios y desafíos internos, un terreno inexplorado donde los jóvenes requieren una guía más firme y compasiva. Es un momento de reestructurar la relación: de transitar de una autoridad basada en el control a una influencia basada en el acompañamiento. De lo contrario, los adolescentes, al igual que esos perros que languidecen en el olvido, se vuelven habitantes de una “azotea emocional” donde la soledad y la incomprensión crecen día a día.
Fomentar la cercanía en esta etapa es un acto de amor y valentía, porque exige que los padres enfrenten sus propias dudas y vulnerabilidades. Es una invitación a no abandonar, a no relegar. A estar ahí cuando el adolescente busca respuestas o incluso cuando no las pide, pero las necesita. Es una forma de mostrarles que el amor y el compromiso no desaparecen con la edad ni con los desafíos.
Acompañar a un adolescente significa abrir el espacio para la conversación genuina, escuchar sin juzgar, estar presente no solo para señalar sus errores, sino también para reconocer sus logros y motivar sus sueños. Es invitarles a explorar quiénes son y quiénes quieren ser, brindándoles seguridad y guía sin asfixiarlos con expectativas.
No permitamos que los hijos se conviertan en “perros de azotea”, confinados a un rincón de nuestras vidas. La adolescencia no es el final del amor que se construyó en la infancia, sino una oportunidad para transformarlo en una relación adulta, basada en el respeto, la comunicación y la empatía. Porque, a diferencia de esos perros que olvidamos en la azotea, los hijos nunca dejan de necesitarnos; solo cambia la forma en que requiere nuestro apoyo.
La verdadera crianza no termina cuando los hijos dejan de ser niños; es un compromiso que evoluciona, que sigue adelante y que crece, acompañándolos mientras descubren quiénes son.