Mientras tanto, algunos no conversan… recitan, y no lo hacen para dialogar, lo hacen para imponerse, para sonar más leídos, más profundos, más elevados.
Como si entre más complejo lo digan, más inteligentes fueran, como si la duda no les rozara nunca la nuca, como si jamás necesitaran escuchar.
Se nota cuando no hablan contigo, sino sobre ti, cuando cada comentario suyo viene con un subrayado invisible: “yo sé más que tú”.
Citan autores como si lanzaran piedras, corrigen condescendientemente, usan palabras que saben que no vas a entender, y luego disfrutan el silencio incómodo que dejan. Porque en el fondo, no quieren enseñar nada, más bien, quieren demostrar quien sabe más.
Hay una petulancia que se disfraza de sabiduría, pero huele a soberbia.
Y hay una “inteligencia” que no conecta con nadie, porque fue construida para excluir.
Tal vez la gente verdaderamente interesante es la que te hace sentir curiosidad por aprender y no inferioridad.
La que sabe mucho, pero no necesita demostrarlo todo el tiempo.
Y entonces uno se pregunta:
¿cuánto miedo hay detrás de tanto gesto altivo?, ¿cuánta fragilidad se tapa con esa arrogancia teórica?, ¿cuánto deseo de ser amado, pero sin exponerse jamás?.
Porque cuando el saber se vuelve escudo y armadura el otro ya no importa.
Y lo que pudo ser encuentro, se vuelve espectáculo.
