Hay quienes creen que solo se acude a un psicoanálisis cuando se ha tocado fondo. Como si la consulta estuviera reservada para quien llora en las escaleras del metro, para quien oye voces, para quien tiembla de culpa o de delirio. Se equivocan. La gran mayoría de las personas que llegan a un diván no están locas, ni rotas, ni al borde del abismo. Están, simplemente, vivas. Y eso, aunque parezca poco, ya es demasiado.
La existencia humana, esa frágil combinación entre cuerpo, historia y deseo, no siempre se presenta como una tragedia griega. A veces, lo insoportable no es el peso, sino la liviandad. No es la carga del pasado, sino la sensación de vacío. No es la catástrofe evidente, sino ese malestar sin nombre que se cuela entre las rendijas de la rutina.
Milán Kundera lo dijo con claridad en La insoportable levedad del ser: vivir una sola vez —sin posibilidad de ensayo, sin repetición, sin red— vuelve cada acto irrelevante, cada decisión un juego de dados. ¿Qué sentido tiene, entonces, elegir, amar, comprometerse, si todo es tan leve, tan fugaz, tan azaroso? ¿Cómo sostenerse en un mundo donde nada pesa, donde todo puede cambiar de un segundo a otro?
El psicoanálisis no ofrece respuestas cerradas. No cura, no receta, no adoctrina. Pero acompaña. Y, más aún, permite que uno construya su propia manera de soportar esa levedad, de habitarla sin negarla, de dotarla —aunque sea con alfileres— de cierto espesor simbólico.
Que no se confunda: claro que vemos casos graves. Personas atrapadas en laberintos de adicciones, en duelos petrificados, en configuraciones psíquicas que los paralizan o los empujan al abismo. Pero la clínica no está reservada para el dramatismo. El gran porcentaje de quienes acuden a análisis lo hacen porque no logran soportar lo cotidiano. La incertidumbre, la ansiedad, la sensación de no estar a la altura de nada ni de nadie. El trabajo que no llena. La pareja que no ama o no escucha. El cuerpo que no encaja. El tiempo que se va. La constante sensación de estar siendo observado, evaluado, desechado. El ruido que no cesa en la cabeza.
No se trata de exagerar ni de patologizar la vida. Se trata de reconocer que el ser humano contemporáneo está siendo aplastado por el mandato de estar bien. Todo el tiempo. Ser productivo. Ser feliz. Ser funcional. Ser amable. Ser encantador. Ser resiliente. Ser flexible. Ser bonito. Ser rentable. ¿Y si no quiero? ¿Y si no puedo?
Ahí empieza el síntoma. Pequeño, pero insistente. Un insomnio que se repite. Un enojo que no se explica. Una tristeza que se disfraza de ironía. Un miedo que se transforma en control. Un cuerpo que duele sin causa médica. Y es ahí donde muchos, con más lucidez que dramatismo, deciden pedir ayuda.
El psicoanálisis no promete alivio inmediato. No es una ducha emocional que deja todo limpio y perfumado. Pero permite pensar, y en ese acto, respirar. Construir palabras donde antes solo había sensaciones sueltas, encontrar sentido donde antes solo había ruido, hacerse cargo de lo que a uno le pasa sin tener que soportarlo solo.
Quizá el mayor acto de coraje hoy no sea enfrentar grandes tragedias, sino atreverse a mirar la propia vida, con su grisura, su ambivalencia, sus rutinas oxidadas. Atreverse a preguntarse por qué uno hace lo que hace, por qué repite lo que repite, por qué sigue eligiendo aquello que duele. Atreverse a decir en voz alta lo que no se anima ni a pensar.
No es menor, no es cobarde, no es débil. De hecho, es lo contrario: sólo alguien que ya no quiere fingir que todo está bien, que ya no quiere tapar con frases de Instagram la angustia de fondo, se sienta en un diván y se atreve a hablar.
Soportar la levedad del ser no es resignarse. Es darle una estructura, un tono, una narrativa. Es decirle sí a una existencia que, por definición, no tiene garantías. Es dejar de buscar certezas absolutas y empezar a convivir con las preguntas. Es encontrar, en medio de tanto ruido, una voz propia.
Y eso, aunque no lo parezca, es lo más revolucionario que se puede hacer hoy.
